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(Imagen de la red) |
Hace mil vidas venía a visitarme en la penumbra de las
sombras que poblaban mis sueños para llenarlas de luz, tomaba mi mano, batía
sus ligeras y ágiles alas para llevarme por el inmenso firmamento para saltar
de puntillas de estrella en estrella, sentarnos en la luna menguante mientras
las nubes pasaban bajo nosotros, deslizarnos por el arco iris hasta el mar para
que su espuma besara mis pies.
Siempre me llevaba a lugares mágicos preñados de fantasía,
donde no cabía la pena o la angustia. No, jamás había dolor en brazos de
Morfeo.
En aquellos viajes me contó muchas historias maravillosas,
así como algunos secretos que no debía revelar, se lo prometí. Pero Eolo, que
todo lo ve y la indiscreción de otros llevaron sus andaduras a oídos de Zeus que,
inclemente decidió arrebatarle sus alas para que nunca más pudiera hacer feliz
a nadie más mientras durmiera.
Lo que no sabía el dios de dioses, es que aquel que hubiese
prestado suficiente atención a las lecciones del hijo de Hipnos, siempre le
podría encontrar.
Noche tras noche le llamé, le esperé en vano. Así que
cansada de sus desaires partí en su busca. Un poco de adormidera en el vaso de
vino de la cena me ayudó a emprender mi viaje.
Caminé y caminé sin descanso hasta el reino de Erobos, dios
de las sombras. Temblorosa y helada me introduje en aquel laberinto de cavernas
cada cual más oscura y sombría, habitadas por inverosímiles seres y espantos,
que huían ante la tenue luz de mi vieja linterna. A pesar del terror continué
mi descenso hasta encontrarle.
Reconocí al instante la figura etérea que yacía acurrucada
en una oquedad. Su espalda aún ensangrentada; el alma a la vista, profundamente
herida, apagada, opacada por el olvido. Despojado de su bien más preciado el
hermoso ser onírico se perdió bajo una patina de rencor hacia si mismo.
— Morfeo
—susurré temiéndole muerto, él apenas alzó la vista para posar la cabeza sobre
la roca.
— Morfeo
— insistí, arrodillándome a su lado.
— Vete
— masculló.
— No
—, el lamento de su voz me había roto el corazón —. No, sin ti.
— ¿Acaso
puedes darme unas alas? —, preguntó mirándome fijamente apoyándose contra el
muro.
— ¿Acaso
has perdido las tuyas? — respondí aguantándole la mirada.
Creo que si en ese momento hubiese podido fulminarme ahora
estaría muerta, pero no me amedrenté ante aquellas fieras pupilas ambarinas. Mi
mano se levantó, trémulamente, los dedos tocaron aquella piel fría, sentí un
escalofrío cuando él se estremeció. Sonreí.
— ¿Qué
quieres de mí? —demandó sorprendido por mí osadía.
— Regresa.
— Es
imposible ¿no ves que no puedo?
— Yo
creo en ti, creo en mí.
Los ojos de ámbar relampaguearon por primera vez, aún
quedaba un atisbo de esperanza y la iba a escurrir como a una esponja.
— Están
aquí —la yema de mi índice apartó un rizo castaño para tocar su frente y
bajando al centro de su pecho —, y también aquí. Hechas de luz, de imaginación,
de poesía, de vida que emana de ti.
Una lágrima recorría el rostro del dios de los bellos sueños
mientras se ponía sobre sus plantas y se dirigía a la salida de aquel submundo
tenebroso. Ya en la puerta volteó la testa hacia mí.
— Hazlo
Morfeo —insistí —, hazlo y vuela allá donde tú corazón te lleve.
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(Imagen de la red) |
Dos hermosas alas se desplegaron en su espalda cubriendo por
completo el horizonte, brillaban llenas de versos nacidos y por nacer. Las
movió levemente, un efluvio de sentimientos llenó el ambiente.
Sonriendo me tendió la mano que, no dude en tomar y como mil vidas atrás fuimos a saltar
de puntillas de estrella en estrella mientras la ciudad dormía.
© María Dolores Moreno
Herrera.