sábado, 28 de noviembre de 2015

EL JARDÍN


El Jardín

Sentada en la vieja mecedora dejó la labor que tenía entre manos y contempló con embeleso y orgullo los rosales que ya comenzaban a lanzar sus capullos al cálido cielo primaveral. Curvó los labios con satisfacción ante el bello espectáculo que ofrecían sus adoradas plantas.

Aún recordaba el día que las plantó, un gran agujero, un hombre maniatado y amordazado con los ojos desorbitados viendo como la tierra caía sobre él, cubriéndole, ahogándolo, produciéndole una lenta agonía en aquella oquedad de la que no podía escapar. Esperó una larga jornada antes de colocar sus preciados tesoros sobre tan especial lecho, tapar bien las raíces y verter un poco de agua.

¿Cuál es el secreto para conseguir unas flores tan hermosas, coloridas y olorosas? Le solían preguntar.

— Cuidados, esmero, amor —se respondió a si misma, tomando las agujas para seguir tejiendo y meciéndose lentamente una mueca malvada se dibujó en su boca—, y un fertilizante especial.



©María Dolores Moreno Herrera.



sábado, 14 de noviembre de 2015

¿A QUÉ SABE LA VIDA?


Junto a la ventana de la solitaria habitación, dejando que los calidos rayos de sol  primaverales calienten sus cansados huesos abrió el viejo cuaderno en el que empezó y acabó por anotar cosas aquel verano cuando tenía 15 años y que no sabía por que aún conservaba.  Apenas unos cuantos párrafos y garabatos aparecen en las páginas amarillentas por el tiempo. Detiene la vista en un renglón subrayado y sin quererlo su mente viaja al pasado.

Con su pantalón corto y su camiseta de tirantes una jovencita inquieta trata inútilmente de dibujar una gaviota que vuela majestuosa bajo un límpido y azul cielo. A su lado un curtido marino repara silenciosamente una de sus redes. Alza la vista hacia la muchacha que le muestra su obra orgullosa, aquello puede ser cualquier cosa menos el ave que se zambulle en pos de una presa, aún así asiente y sonríe cuando la ve dejar todo en el suelo y dando saltitos se acerca hasta la orilla para dejar que el agua le bese los pies.

    Abuelo, tú que has visto y aprendido tantas cosas —pregunta a gritos mientras se va acercando de nuevo hacia él— ¿A que sabe la vida?

    A mar —responde sin dudarlo mientras los dedos se mueven con agilidad por el entramado que sujeta entre las manos.

    ¡Eso es imposible! —exclama dejándose caer a su lado—, pero lo anotaré, aunque estoy segura que sabrá a chocolate, a vainilla…

    Ahora no lo entiendes —comenta interrumpiéndola —, pero cuando seas tan vieja como yo, recordarás mis palabras y me comprenderás.

Parpadeó saliendo de su ensimismamiento, repasó con las yemas las gastadas y casi infantiles letras. Hacia mucho que sus años no se contaban en primaveras y aunque sus ojos oscuros guardaban el calor del verano, muchos otoños habían surcado de arrugas su piel y los mismos inviernos teñido de blanco sus otrora castaños cabellos. Comenzó a llorar mientras un cúmulo de recuerdos la invadía sacudiéndola por dentro.

El día que le rompieron por primera vez el corazón, cuando reía a carcajadas con las amigas hasta acabar con las mejillas empapadas, cuando le dieron la noticia de la muerte de sus padres, su boda, los mordisquitos que le daba en el hombro a su marido después de hacer el amor, el orgullo por los logros de sus hijos, su abandono...

Estaba a kilómetros del océano, pero como siempre su abuelo tenía razón, con los años  y la experiencia  había comprendido al fin.

Una tras otra las lagrimas rodaron por el rostro hasta sus labios, con la punta de la lengua las atrapó dejando que su salino sabor le llenara la boca. La alegría, la tristeza, la emoción, la desesperación,  la pasión, la soledad…, la vida sabía a mar.


© María Dolores Moreno Herrera