Junto a la ventana de la solitaria habitación, dejando que
los calidos rayos de sol primaverales
calienten sus cansados huesos abrió el viejo cuaderno en el que empezó y acabó
por anotar cosas aquel verano cuando tenía 15 años y que no sabía por que aún
conservaba. Apenas unos cuantos párrafos
y garabatos aparecen en las páginas amarillentas por el tiempo. Detiene la
vista en un renglón subrayado y sin quererlo su mente viaja al pasado.
Con su pantalón corto y su camiseta de tirantes una
jovencita inquieta trata inútilmente de dibujar una gaviota que vuela
majestuosa bajo un límpido y azul cielo. A su lado un curtido marino repara
silenciosamente una de sus redes. Alza la vista hacia la muchacha que le
muestra su obra orgullosa, aquello puede ser cualquier cosa menos el ave que se
zambulle en pos de una presa, aún así asiente y sonríe cuando la ve dejar todo
en el suelo y dando saltitos se acerca hasta la orilla para dejar que el agua
le bese los pies.
— Abuelo,
tú que has visto y aprendido tantas cosas —pregunta a gritos mientras se va
acercando de nuevo hacia él— ¿A que sabe la vida?
— A
mar —responde sin dudarlo mientras los dedos se mueven con agilidad por el
entramado que sujeta entre las manos.
— ¡Eso
es imposible! —exclama dejándose caer a su lado—, pero lo anotaré, aunque estoy
segura que sabrá a chocolate, a vainilla…
— Ahora
no lo entiendes —comenta interrumpiéndola —, pero cuando seas tan vieja como
yo, recordarás mis palabras y me comprenderás.
Parpadeó saliendo de su ensimismamiento, repasó con las
yemas las gastadas y casi infantiles letras. Hacia mucho que sus años no se
contaban en primaveras y aunque sus ojos oscuros guardaban el calor del verano,
muchos otoños habían surcado de arrugas su piel y los mismos inviernos teñido
de blanco sus otrora castaños cabellos. Comenzó a llorar mientras un cúmulo de
recuerdos la invadía sacudiéndola por dentro.
El día que le rompieron por primera vez el corazón, cuando
reía a carcajadas con las amigas hasta acabar con las mejillas empapadas,
cuando le dieron la noticia de la muerte de sus padres, su boda, los
mordisquitos que le daba en el hombro a su marido después de hacer el amor, el
orgullo por los logros de sus hijos, su abandono...
Estaba a kilómetros del océano, pero como siempre su abuelo tenía
razón, con los años y la
experiencia había comprendido al fin.
Una tras otra las lagrimas rodaron por el rostro hasta sus
labios, con la punta de la lengua las atrapó dejando que su salino sabor le
llenara la boca. La alegría, la tristeza, la emoción, la desesperación, la pasión, la soledad…, la vida sabía a mar.
© María Dolores Moreno
Herrera
Cuánta razón tenía el abuelo, pero para comprenderlo, la niña tenía, simplemente, que vivir.
ResponderEliminarEs un relato precioso. Agridulce, como la vida.
Cierto, a veces solo tenemos que vivir para comprender. Gracias y me alegra que te haya gustado. Besos
EliminarEs un gusto pasar por tu blog, muchas veces los jóvenes y los niños deben escuchar y tratar de entender a los abuelos ya que tienen mucha sabiduría.
ResponderEliminarHermoso relato.
Saludos.
Muchas gracias, el gusto es mío al recibir vuestras visitas y ver que disfrutáis aunque sea un poco con lo que escribo.
EliminarEs difícil entender cuando apenas se ha vivido. Besos.
Uy que profundo y cierto la alegría como la tristeza te sacan lágrimas. Adore tu relato te mando un abrazo
ResponderEliminarLa vida siempre es salada. Un beso grande preciosa amiga mía.
EliminarProfundo, real, salado... El mar, la vida, la soledad...
ResponderEliminarComo siempre un placer, como siempre un bonito relato que cala en lo más hondo del corazón porque refleja la alegría,la realidad y si también la crueldad que conlleva vivir. Gracias, un besote.
El placer es siempre mío que pases por aquí y me dediques parte de tu tiempo. Me alegro que te haya gustado. Gracias a ti. Besos.
EliminarPrecioso. ¡La vida sabe a mar!
ResponderEliminarYa lo creo.
Gracias por haberlo compartido.
Gracias a ti, para mi es todo un honor.
ResponderEliminarLindo y melancolico relato.
ResponderEliminarSakudos!