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Habían pasado
dos años desde la primera vez que lo vi entre la espesa bruma de mis ojos
muertos, no sabía si era un dios que venía a aliviar mi oscuridad o un diablo
que me atormentaría hasta mi último hálito de vida, hasta que descubrí que era un
guerrero atrapado entre el pasado y el futuro. Un ser al que solo yo podía ver
a pesar de mi ceguera.
Hoy oculta
entre las mismas tinieblas y como tantas veces le observo. Un día más deambula
por la antigua y austera habitación como un león enjaulado, inquieto, en
constante lucha contra sus demonios, horas de yermo paseo entre cuatro
paredes sin ventanas que siempre lo llevan al mismo lugar, su propio infierno.
Ya le conozco
tan bien que sabría describir cada rasgo de su rostro, cada cicatriz que adorna
su cuerpo e incluso cada pensamiento que cruza su mente. Le escuché hablar
entre sueños y sé que un amor traicionero le condenó al emparedamiento por los
siglos de los siglos.
—Pobre
hombre, ¡que muerte tan horrible!—,
pienso confundida durante un instante, porque no está muerto.
Una suave
exhalación me hace abrir los ojos, que no sé cuando cerré, y aunque sé que no
puede verme me sobresalto al hallarlo frente a mí. Sus pupilas verdes, frías y
escrutadoras clavadas en las mías. Trago saliva y me concentro en él, fuerte,
valiente, inteligente. Ojala pudiera llenarme de coraje, dar el paso y
hablar con él, cómo quisiera dejar atrás la cobardía y explicarle que significa para mi su silenciosa
compañía, decirle que no está solo y que me gustaría poder hacer algo para
liberarlo de esa tétrica tortura.
¿Por qué no
lo hago?, pregunto a la nada consciente que aunque mis labios se mueven no he
articulado palabra. Movida por los silenciosos gritos que escapan de mí me
lleno de valor para seguir, para entrar a hurtadillas en su cerebro y en el
lacerado corazón. Antes de darme cuenta mi palma descansa sobre la tuya, te veo
parpadear extrañado, disfruto del agradable tacto y de la tibieza que desprende
tu piel.
Mis dedos
suben por el brazo hacia tu cansado rostro, percibo como se te agita la
respiración cuando repaso con las yemas la fina cicatriz dibujada en tu mentón.
Mis falanges
descienden serpenteando hacia el pecho, siento como la vergüenza colorea mi
cara, mas no puedo parar hasta que mi mano abierta descansa en el centro de él,
sintiendo un acelerado palpitar al otro lado.
— ¿Qué puedo
hacer por ti? —murmuró sin saber bien si me escuchas.
Un extraño
frío me congela, cuando de un seco movimiento te apartas mascullando entre
dientes, yendo al fondo de la estancia, tan lejos como puedes de mí. Es hora de que te deje en paz por hoy.
Retrocedo, llevándome
el calor de tu piel. Te miro una última vez, tú observas interrogante,
estirando el brazo hacia las sombras que me engullen. No puedo evitar sonreír.
Habían pasado
dos años desde que te vi por primera vez y hoy sé que estarás conmigo siempre,
que encontraré el modo de liberarte de esa cárcel que te aprisiona y, yo soy el
fin de esa solitaria existencia que te ahoga.
©
María Dolores Moreno Herrera.
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