domingo, 3 de junio de 2018

FANTASÍA


(Imagen de la red)

Habían pasado dos años desde la primera vez que lo vi entre la espesa bruma de mis ojos muertos, no sabía si era un dios que venía a aliviar mi oscuridad o un diablo que me atormentaría hasta mi último hálito de vida, hasta que descubrí que era un guerrero atrapado entre el pasado y el futuro. Un ser al que solo yo podía ver a pesar de mi ceguera.

Hoy oculta entre las mismas tinieblas y como tantas veces le observo. Un día más deambula por la antigua y austera habitación como un león enjaulado, inquieto, en constante lucha contra sus demonios, horas de yermo paseo entre cuatro paredes sin ventanas que siempre lo llevan al mismo lugar, su propio infierno.

Ya le conozco tan bien que sabría describir cada rasgo de su rostro, cada cicatriz que adorna su cuerpo e incluso cada pensamiento que cruza su mente. Le escuché hablar entre sueños y sé que un amor traicionero le condenó al emparedamiento por los siglos de los siglos.

—Pobre hombre, ¡que muerte tan horrible!—,  pienso confundida durante un instante, porque no está muerto.

Una suave exhalación me hace abrir los ojos, que no sé cuando cerré, y aunque sé que no puede verme me sobresalto al hallarlo frente a mí. Sus pupilas verdes, frías y escrutadoras clavadas en las mías. Trago saliva y me concentro en él, fuerte, valiente, inteligente. Ojala pudiera llenarme de coraje, dar el paso y hablar con él, cómo quisiera dejar atrás la cobardía y  explicarle que significa para mi su silenciosa compañía, decirle que no está solo y que me gustaría poder hacer algo para liberarlo de esa tétrica tortura.  
¿Por qué no lo hago?, pregunto a la nada consciente que aunque mis labios se mueven no he articulado palabra. Movida por los silenciosos gritos que escapan de mí me lleno de valor para seguir, para entrar a hurtadillas en su cerebro y en el lacerado corazón. Antes de darme cuenta mi palma descansa sobre la tuya, te veo parpadear extrañado, disfruto del agradable tacto y de la tibieza que desprende tu piel. 

Mis dedos suben por el brazo hacia tu cansado rostro, percibo como se te agita la respiración cuando repaso con las yemas la fina cicatriz dibujada en tu mentón.  
  

Mis falanges descienden serpenteando hacia el pecho, siento como la vergüenza colorea mi cara, mas no puedo parar hasta que mi mano abierta descansa en el centro de él, sintiendo un acelerado palpitar al otro lado. 

— ¿Qué puedo hacer por ti? —murmuró sin saber bien si me escuchas.

Un extraño frío me congela, cuando de un seco movimiento te apartas mascullando entre dientes, yendo al fondo de la estancia, tan lejos como puedes de mí.  Es hora de que te deje en paz por hoy. 

Retrocedo, llevándome el calor de tu piel. Te miro una última vez, tú observas interrogante, estirando el brazo hacia las sombras que me engullen. No puedo evitar sonreír.

Habían pasado dos años desde que te vi por primera vez y hoy sé que estarás conmigo siempre, que encontraré el modo de liberarte de esa cárcel que te aprisiona y, yo soy el fin de esa solitaria existencia que te ahoga.

        

                                                           © María Dolores Moreno Herrera. 
(imagen de la red)