Había una vez un pueblo de cuyo nombre no voy a acordarme. Aunque pareciera como
cualquier otro, no se asemejaba a nada, pues lo mismo estabas en un paisaje idílico, que al borde del averno solo con parpadear.
Este particular sitio estaba habitado por todo tipo de
criaturas que se mezclaban unos con otros, la mayoría de veces sin verse, otras
por fortuna conseguían, como arañas laboriosas, trazar ligeras redes que, con
lentitud y constancia transformaban en amistad.
En aquel armónico caos vivía ajena al mundo una joven de lo más normal.
Era una tarde de invierno estando sentada en el porche de su
casa vio acercarse por un sendero una figura, rápidamente lo reconoció. Era el
trovador que, de vez en cuando iba a la plaza y regalaba a quien quisiera
escucharlo sus maravillosas historias. Ella misma había acudido muchas veces a
deleitarse con sus magnificas palabras, dejando unas míseras monedas por tan
ricos tesoros.
Aunque se extrañó mucho verlo allí, permaneció en silencio
mientras él miraba en derredor con el ceño fruncido.
— ¿Té
gusta vivir aquí? — preguntó tras un rato sin dejar de ojear con disgusto.
— ¿Cómo?
—, demandó sorprendida.
— Fíjate
en este paraje —señaló él haciendo un ligero barrido con el brazo— es frío,
oscuro, sombrío.
La muchacha contempló con pesar lo triste que resultaba ver
aquel simulacro de casa hecho con trozos de palos y ramas apenas habitable.
—Es verdad lo que dices, pero… —agachó la cabeza avergonzada
antes de continuar—, es lo único que he sido capaz de construir sin destrozar
nada de lo que me rodea.
—Si quieres yo puedo ayudarte —añadió el contador de cuentos
que sin saberlo se acababa de convertir en mago ante los ojos incrédulos de la chica
que asentía—, volveré en unos días, piensa que te gustaría y lo haremos realidad.
Tal y como dijo el “hechicero”, como ahora lo llamaba, regresó.
Mientras esperaba su vuelta había pensado, buscado y desechado mil ideas, hasta
que tuvo claro que anhelaba.
— ¿Ya
has decidido? —interrogó al llegar a su lado.
— Sí
—aseveró dando vueltas a su alrededor como un cachorrito— quiero azul y dorado,
armonía, luz y sueños.
— Si
ese es tu deseo, debes confiar en mí —dijo él, al cual la torpe chica
importunaba más que ayudaba—, ve a pasear por el bosque y luego regresas.
Se acercaba el ocaso cuando los pasos apresurados de la fémina
se detuvieron en el camino, sentado sobre un tocón el trovador parecía ausente escribiendo
sobre un viejo pergamino. Al verla se incorporó, se sacudió el polvo de los
pantalones y le hizo un gesto para que se acercara. Tímidamente llegó a su
altura, con la gentileza que caracteriza a un caballero la condujo al umbral y
abrió la puerta.
Hubo un largo instante en el que se podía cortar el silencio,
si él la hubiese mirado a los ojos hubiese visto que estaban velados y húmedos
por la emoción.
De pronto ella se giró sin saber como agradecerle al mago
todo aquello.
—Las gracias están dadas —señaló él tocándose el ala de su
sombrero antes de darse la vuelta y alejarse por el camino que una tarde de
invierno le condujo a aquel lugar.
Durante un día entero la muchacha se quedó bajo el dintel
observando sin atreverse siquiera a entrar por miedo a desmoronar aquel cielo, el sol, la luz que ahora emanaba
de su morada borrando toda la oscuridad.
Mirando detenidamente su nuevo hogar comprendió el verdadero
regalo que de forma desinteresada había recibido.
Sonriendo subió al punto más alto y gritó su historia al viento en los cuatro puntos cardinales
para que la llevara a través de los campos, montañas, valles, a través del mar.
Muchos dicen que a veces oyen a la brisa hablar, unos dicen
que es verdad, otros dicen que es leyenda pero todos coinciden que escuchan a
una mujer replicar:
—Necio aquel que piense que el tiempo es oro, cuando en
realidad vida es.
Moraleja: Valora a
quien te dedica su tiempo, te está dando
algo que jamás recuperará.
© María Dolores Moreno
Herrera.