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(Imagen de la red)
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Aquel 31 de octubre, el pueblo se preparaba para celebrar la
fiesta de la cosecha como cada año. Los astros estaban alineados como el día
que murieron su tatarabuela y la hermana de esta, como la noche que nació y pereció
su madre…
Su progenitora gran aficionada a la literatura, había
decidido llamarla Beatriz en honor al amor de su poeta favorito. Eso le contó la
nana que la crió. Nadie sabía quien era su padre.
Beatriz nunca fue feliz, el vergonzoso pasado de su madre y
su costumbre de hablar sola cosecharon el rechazo de gente supersticiosa, convirtiéndola
en una paria. Un nuevo mundo se abrió para ella al cumplir los dieciséis, aunque
estaba prohibido algo la hizo bajar al sótano y encontrar aquel extraño libro
de tapas oscuras y sin titulo.
Al principio la escritura
manuscrita era difícil de entender pero, aquellas voces que habitaban en su
cabeza — su secreto—, le explicaron cómo
interpretar cada símbolo impreso. Robó el ejemplar y lo guardó entre sus
pertenencias para cada noche, dedicar un rato a la lectura.
En menos de dos años comprendía el lenguaje oculto en las
páginas, quiénes le hablaban y cuál era su misión.
Aquel 31 de octubre cubrió su cuerpo con una vieja capa que
olía a alcanfor. Amparada por la oscuridad se adentró en las sombras. Paseó por
el viejo cementerio de lápidas gastadas y cruces torcidas, con sus níveos dedos acarició algunas de las mohosas tumbas
antes de proseguir hacia el bosque. La luna llena la guiaba a su destino.
Llegó a la zona donde los matorrales se espesaban, los
apartó hasta encontrar la entrada de una cueva, entró en ella. Los rayos plateados de la diosa
del cielo se filtraban por una pequeña oquedad mostrando el dibujo en el suelo.
El pentagrama, de un rojo carmesí, brillaba en todo su esplendor. Sin dudarlo se
posicionó en el centro, sacó el pequeño estilete que guardaba entre los
pliegues de su capa y dejó que esta cayera mostrando su joven desnudez.
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(Imagen de la red) |
Un ligero corte cerca del corazón, unas pocas gotas de
sangre que burbujearon al caer sobre el piso. Palabras que brotaron de su boca
antes que un aleteo sonara a su espalda, cerró los ojos sintiendo un escalofrío
cuando unas plumas le rozaron los pechos antes de rodearla.
Levantó los parpados esperando encontrar el horror, sin
embargo un ser de belleza extraordinaria la abrazaba mientras descendían hasta
quedar tumbados en el centro del pentáculo.
El cuerpo del Diablo era su cama, él le daba el poder de
entregarle su pureza, venderle su alma, de dar y exigir. Tomó lo que le
ofrecían y clamó venganza.
Por las hechiceras quemadas, que sufrieran las almas
injustas. En el camposanto se quebraron las losas marcadas y los quejidos de
los difuntos que las habitaban retumbaron en el infierno.
Por quien hizo sufrir de amor a su madre. La hoguera del
pueblo creció de repente y una lengua de fuego alcanzó al panadero, que ardía
entre alaridos, nada pudieron hacer por
él.
Por los infames moralistas, la luna se tiñó de rojo y gotas
de sangre cayeron sobre los habitantes de aquel lugar como lluvia ácida,
abrasando a hombres, mujeres y niños que chillaban de dolor.
Entregada al Príncipe de las Tinieblas, las visiones y los
gritos de horror la llevaron al éxtasis.
Vestida de placer y sudor depositó el rostro sobre el pecho
de su Señor deseosa de más.
Nuevas presencias se iban uniendo a ellos, cuerpos que se
iban entrelazando indiscriminadamente en un acto de lujuria, pócimas,
perversión y magia negra.
Las brujas habían regresado para quedarse.
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(Imagen de la red) |
© María Dolores Moreno
Herrera.